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Los Monitores del Tiempo (Informe del Viajero Interdimensional)


 MEN IN BLACK.- 
La muerte no llegó como un trueno, ni como una oscuridad absoluta. Fue más bien un desprendimiento silencioso, un crujir imperceptible en la estructura de mi ser. 

Sentí cómo la gravedad me abandonaba, y por primera vez comprendí lo que significa no tener peso.

No había dolor. Solo una claridad suave que me envolvía. 

Atrás quedaba el cuerpo, como un traje que se descose en la orilla de un río. Y yo, desnudo de materia, flotaba en una sustancia que no era aire, ni agua, ni luz: era conciencia pura.

El tiempo se estiraba y plegaba como un acordeón cósmico. Pasado, presente y futuro coexistían como capas transparentes.

Lo vi: un espacio sin muros, sin techo, sin suelo. Una cúpula infinita de ventanas flotantes.

No eran pantallas, aunque lo parecían. 

Cada una era un fragmento vivo de realidad, como si alguien hubiera arrancado pedazos del tiempo y los hubiera colocado allí, suspendidos, brillando en silencio.

Frente a mí aparecieron escenas de mi vida:

Yo de niño corriendo en el patio de tierra, con las rodillas raspadas y el cielo abierto sobre mí.

La mirada cansada de mi madre mientras escondía su tristeza en la cocina.

El rostro de un amigo muerto, riendo como si jamás hubiera conocido la muerte.

Cada monitor proyectaba emociones junto con imágenes: podía sentir el calor de aquel sol, el cansancio de mi madre, la risa vibrante de mi amigo.

Comprendí que estaba en la Sala de los Monitores del Tiempo. No había controles, ni botones. El interfaz era mi propia mente.

Al pensar en un instante, el monitor lo revelaba.

Al desear una respuesta, la imagen cambiaba para mostrarme otra perspectiva.

Al enfocarme en alguien, el tiempo presente de esa persona se abría ante mí, como si los vivos fueran todavía accesibles en transmisión directa.

Lo inquietante era que los monitores no solo mostraban lo que yo había visto, sino lo que los demás habían sentido en ese mismo momento.

Era un juicio sin palabras: cada instante revelaba las consecuencias emocionales de mis actos.

No estaba solo.

A mi alrededor, en la periferia de la cúpula, percibí presencias. Algunas eran humanas, viajeros como yo, atrapados en la contemplación eterna de sus vidas. Otras eran entidades distintas, de rostros velados, ojos demasiado grandes, cuerpos de humo o de geometrías imposibles.

Ellos miraban también los monitores. Nos estudiaban. Nos analizaban como si fuéramos archivos abiertos. Yo era viajero, pero también espiado.

Sentí la certeza de que siempre habíamos sido observados, incluso en vida. Las pantallas que usamos en la Tierra —celulares, televisores, computadoras— no eran más que copias pálidas de este sistema original, imitaciones tecnológicas de un principio cósmico: el universo como un monitor eterno.

Alrededor de la cúpula, los monitores se multiplicaban. Ya no eran solo míos. 

Vi las calles de Nueva York bajo la lluvia, con millones de transeúntes, cada uno observado.

Un desierto en Irán donde un anciano hablaba solo, sin saber que sus palabras quedaban registradas en esta red.

Niños riendo en África, y al mismo tiempo, bombas cayendo en otro lugar del planeta.

Todo coexistía. Todo estaba archivado en vibración.

El tiempo era un tapiz de millones de cámaras, y yo flotaba en el centro de esa sala, testigo del secreto.

Un monitor se abrió distinto a los demás. No mostraba mi vida ni la de otro humano, sino un futuro aún no vivido.

Vi ciudades sumergidas en agua. Vi un cielo atravesado por estructuras metálicas colosales. Vi a la humanidad fragmentada en dos especies: una que seguía atada a la carne, y otra que había migrado a cuerpos de luz.

Una voz —no un sonido, sino una vibración directa en mi conciencia— me dijo:

“Todo queda registrado. Todo queda observado. La pantalla que miras hoy es la pantalla que otros mirarán mañana. Tú, viajero, eres el testigo de lo que debe ser contado.”

No sé cuánto tiempo pasé allí. El tiempo allí carece de sentido. Lo cierto es que regresé.

No volví igual. Ahora sé que cada palabra que digo, cada acto que realizo, se imprime en los monitores del tiempo, aguardando el día en que yo —y todos— tengamos que contemplarlo desde el otro lado.

Vuelvo con esta advertencia:

Nuestra vida no es privada. Es proyección. Es transmisión. Y en la sala infinita, nada se pierde.

He escrito este informe con la certeza de que será leído por quienes aún no han cruzado.

No se engañen: la muerte no es el fin. Es solo la apertura del telón en otro palco del teatro cósmico.

Y cuando cierren los ojos por última vez, verán lo mismo que yo:

Los Monitores del Tiempo, brillando en silencio, esperando que te reconozcas en ellos.

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